Hace tiempo que me apetece contar algunas de mis experiencias con la comunidad LGTBQ+ y cómo ésta ayudó a construir quién soy hoy. No creo que haya un mejor momento que este día del orgullo LGTBQ+, justo en medio de esta pandemia y del proceso de colapso global que vivimos. Aprovecho esta transición social y política porque a pesar de la conmoción, mi espíritu optimista interpreta todo esto como una oportunidad de oro para redefinir paradigmas y crear un futuro más justo.
Haber crecido en Puerto Plata en los años 70 fue un sueño a medias. Por un lado tuve la libertad de lxs niñxs de pueblo; pude correr, explorar, marotear y desarrollar esa relación con la naturaleza y el mar tan importantes en mi vida. Por otro, me permitió conectar con mi comunidad y su gente libremente.
A pesar de haber crecido en un vecindario de clase media, me eduqué en un colegio semi-público, tuve amistades de todo tipo y en todos los lugares posibles, desde el Parque Central hasta Sosúa. Además, la apertura de mi familia a la consciencia social y sensibilidad ante la brutal desigualdad que aún hoy vivimos, fue crucial para mi formación.
Pero no todo fue un sueño. Asistir año tras año a un colegio de monjas donde se esperaba que fuera una dama modesta, que siguiera ante todo un estándar de sumisión femenina, no fue fácil. Especialmente, dada mi necesidad natural de libertad, mi amor por el conocimiento de nuevas formas de vida y pensamiento, y mi atracción por la creación y lo estético.
Por suerte en casa estos preceptos solo se llevaban a medias. Mis padres, profesaban algo parecido a lo de las monjas, sobre todo por el hecho de que éramos 5 niñas y la responsabilidad de cuidarnos en el sentido estrictamente cristiano tenía peso.
¡Pero la maravillosa década de los 70 nos salvó! Aprender sobre feminismo; escuchar sobre los intentos políticos de liberación en Latinoamérica; descubrir a Pink Floyd, Rubén Blades, Bob Marley, Mercedes Sosa y Silvio Rodríguez; leer a Julia Burgos y esperar ansiosa que mis hermanas mayores regresaran de universidades en el extranjero cargadas de historias, de rebeldía ante el statu quo y de un look maravillosamente andrógino fue genial.
Ellas me recordaban que el mundo era mucho más amplio y que por más pequeño que fuera Puerto Plata, todo cambia, y hay que luchar por ello.
En la primera década de mi vida ya me había dado cuenta de que la fluidez sexual de mis hermanas mayores no era exactamente la recomendada por las monjas. Era evidente para mí que eran lesbianas y eso lo integré a mi vida con la naturalidad de que 2+2=4. Ellas eran mis héroes –como lo son todas las hermanas grandes– y nunca, ni por un segundo, cuestioné que esto no fuera normal.
Por el contrario, mi adolescencia, a pesar de mi clarísima atracción por los chicos puertoplateños, fue una oda a la lesboestética de la época: Levis, camisa a cuadros, chalecos, chancletas de cuero, pelo corto y axilas peludas. ¡Me sentía de lo más cool!
En esa época también descubrí que en Puerto Plata habían otros seres de sexualidad fluida, que no era solo la docena de hombres exóticos y de buen gusto, dados a las artes y decoración que cambiaron la estética de los hogares de mi vecindario. Ellos, todos queridos y respetados por muchos, estaban lejos de ser la totalidad de la población LGTBQ+ del momento. Entonces por primera vez tuve contacto directo con esa comunidad y fue el inicio de vínculos importantes que felizmente aún conservo.
Durante mis años de estudio y estadía neoyorquina de más de diez años, tuve el privilegio de crear lazos de amistad con gente tan diversa y única como la misma raza humana. Gente de distintos lugares, con distintas culturas y variadas preferencias sexuales. La mayoría vinculadas al mundo de las artes, otrxs, durísimxs en áreas desde ciencias, negocios hasta cocina, pero, más que nada, almas nobles y talentosas con muchísimo que ofrecer.
Muchas de estas personas son hoy mi familia. Fueron las que estuvieron en mi día a día durante todos esos años. Fueron las que me vieron terminar mis estudios, las que me vieron llorar con mis primeros trabajos y desencuentros, las que conocieron mis ex-novios y cocinaron conmigo cenas maravillosas de 8 dólares. Las que también me ayudaron y celebraron mis primeras exposiciones. ¡Con las que bailé salsa por un tubo y vieron a mi primer hijo nacer!
Estxs amigxs/hermanxs también me mostraron el lado oscuro de su existencia. Los traumas y dramas de sus historias, sus carencias y el desasosiego que enfrentan por el simple hecho de existir.
En el 2001, cuando retorné a mi país y me establecí en Santo Domingo, fui acogida por una comunidad de artistas que experimentaba con medios no tradicionales en la década de los 90. Nunca antes el arte me había acercado a un grupo de personas de una forma tan visceral y urgente. Éramos pocxs, con historias y vidas totalmente diferentes, pero todxs entregados al amor y respeto por nuestro quehacer, y el compromiso de abrir percepciones, romper estereotipos y estructuras obsoletas en nuestro medio.
¡Ellxs me adoptaron! Y cada día están en mi vida! ¡Aún lxs que ya no están!
Algunxs de ellxs, al igual que yo, amantes de las familias que ya en ese momento habíamos formado pero imposibilitadxs de formalizar su unión legalmente. Esta es una limitación que puede tener grandes consecuencias en un país como el nuestro donde absolutamente todo debe quedar en papel si queremos existir.
Con ellxs continúo mi caminar cotidiano en esta media isla tan hermosa y tan adolorida. En cada paso observo tantas parejas maravillosas que a pesar de estas limitantes han formado uniones y familias sólidas y longevas.
Ya hace casi 20 años que regresé a RD y ver continuamente las actitudes sociales y políticas que aún prevalecen y además amenazan a esta comunidad es inaceptable.
No puedo evitar sentir que estoy en una cápsula del tiempo, suspendida en el pasado histórico, donde ser perseguido por algo tan íntimo como la vida personal es normal. No me sobrepongo a cómo alardeamos de desarrollo cuando nuestros derechos fundamentales son constantemente violentados o ignorados en el mejor de los casos.
Los derechos humanos y la comunidad LGTBQ+ siempre han estado presentes en mi práctica artística. No solo han sido una fuente de inspiración por su belleza, fortaleza y resiliencia sino que han brindado apoyo y complicidad constantes en mis proyectos.
¡Me parece increíble que en pleno 2020 nuestras opciones políticas sigan siendo tan obtusas y obsoletas! Que aún niegan lo más básico de la existencia humana: Elegir a quién queremos amar.
¡Nadie puede definir eso para nadie!
Es el momento de reinventarnos como país, de redefinir nuestros valores, de abrir nuestro corazón, de no dejarnos manipular para obtener votos y de no tener que seguir dogmas político/religiosos para poder operar en esta sociedad.
Definitivamente todxs tenemos gente de la comunidad LGTBQ+ en nuestra vida, solo que preferimos no saberlo. Muchxs no salen del clóset por temor a nosotrxs y nuestra percepción. ¿Podemos imaginar el horror que debe ser para un ser queridx ser sometido a esto? ¿Queremos ser los responsables de este infortunio y asumir las devastadoras consecuencias? ¿Cómo queremos reconstruir nuestra sociedad para que la vida de todxs sea posible con plenitud? ¿Cómo queremos desarrollar nuestro potencial humano, soltar en bagaje social y aprender a ser felices y hacer felices a lxs demás?
Puede ser muy simple…
Raquel Paiewonsky
Portillo, Las Terrenas
Raquel Paiewonsky es artista visual dominicana, quien desarrolla su obra en pintura, escultura, instalación y fotografía, principalmente. Ha participado en numerosas exposiciones, residencias, concursos y bienales, tanto nacionales como internacionales, como son la Bienal de Venecia en el 2009, y junto al colectivo Quintapata en el 2013, la residencia artística Kunstlerhaus Bethanien, Alemania en el 2015. Fue galardonada en el Concurso Eduardo León Jimenes en el 2006, 2008 y 2012, así como en la XX y XXII Bienal Nacional de Artes Visuales de Santo Domingo.